Un reciente estudio asegura que los participantes en los programas de televisión mal llamados del corazón, en los que se grita, se insulta y sacan a relucir todo topo de trapos sucios, reales o inventados, hacen un uso muy limitado y pobre del idioma español. Su vocabulario no pasa de las trescientas palabras y su capacidad para encadenar frases es también bastante deficiente.
Con tan pobres herramientas es imposible que los participantes puedan expresar ideas, todo lo más sensaciones y aún éstas muy simples y sin matizaciones. Quiere esto decir que no son personas en el sentido amplio del término sino personajes a medio hacer a los que se expone al espectáculo público para servir de entretenimiento, mostrando las patologías del ser humano encarnadas en personas de buena apariencia física; pero muy limitadas intelectualmente.
La justificación de todo esto siempre está en la audiencia. Hay que intentar acaparar audiencia y batir a las otras emisoras, lo que no deja de ser una estrategia a muy corto plazo. Elegida la vía del escándalo sólo cabe buscar cada día uno más estridente o morboso que el anterior, para aumentar audiencia. Pasa como con la droga: se necesitan dosis cada vez mayores para producir el mismo efecto hasta que al final ésta no produce ningún placer; pero es necesario seguir consumiendo, compulsivamente, sencillamente para seguir malviviendo.
Al exponer estas ideas estoy hablando de antropología. Una de las trampas dialécticas más comunes es confundir, o tratar de que los demás identifiquen, antropología con religión. Una cosa es el conocimiento y estudio de la persona, como ser racional y libre, y otra es la ampliación de esa idea, que se puede conocer por la razón, con la nueva dimensión que le aporta la fe a quien la tenga.
El problema es que, a veces, en el afán por desterrar cualquier referencia a una cultura religiosa se arrasa también con el concepto de persona, desde una perspectiva antropológica. A partir de aquí quiebra todo: persona, familia, empresa y sociedad. Sólo nos queda la manada, en la que no cabe la reflexión, simplemente seguir a los demás, aunque sea al precipicio.
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