La Feria de Sevilla es un gran Ágora en el que, durante unos días, se habla y discute de todo y con muchas personas, unas conocidas, otras no tanto, venidas de cualquier parte. Una excelente ocasión para sentir el latido de la sociedad civil, sin necesidad de recurrir a complicadas encuestas sociológicas; de identificar qué piensa y cómo está viviendo la actual situación la gente normal, la famosa “gente de la calle”.

Lo que se percibe es un gran desánimo. El convencimiento de que esta crisis es económica, financiera, social, política y cultural. Esto es lo que los médicos llamarían un fallo multiorgánico generalizado. La situación lleva al abatimento y a desconfiar, aún más, de los políticos. Las últimas elecciones andaluzas,  con el consiguiente mercadeo posterior de consejerías y  cargos, simultaneadas con la entrada en prisión de altos representantes del Gobierno Andaluz, han acentuado, aún más, este alejamiento de los ciudadanos hacia sus políticos. En una situación tan crítica como la que estamos viviendo –en Andalucía más- , no parece que los programas de actuación  que se anuncian desde el nuevo  Gobierno Regional, una mezcla de marxismo, keynesianismo y peronismo, con unas gotas de revolución cubana de los 60, resulten especialmente ilusionantes.

Sin embargo las reglas del juego han cambiado. Ahora cada autonomía ha de controlar su propio déficit, si no quiere ser intervenida. Se ha terminado el gasto descontrolado sin preocuparse del déficit. Eso les va a obligar a tomar medidas impopulares y asumirlas. No están los tiempos para tratar de reeditar modelos ya fracasados y menos en una región tan depauperada como Andalucía; así que no le auguro un provenir especialmente feliz, ni duradero, a la coalición gobernante.

Tampoco en  el Gobierno Central  parece que tengan las cosas muy claras. Ahora están lanzados a la necesaria reducción del déficit,  programando ajustes sin piedad, que recrudecen la recesión, generan más paro, reducen la recaudación fiscal y obligan a más ajustes. La situación empieza a perecerse a la de aquel  que quiso acostumbrar a su burro a no comer y cuando pensaba que  casi lo había conseguido, porque llevaba ya  varios días sin probar bocado, se le murió.

Bienvenidos sean los ajustes, necesarios sin lugar a dudas; pero éstos han de ser compatibles con prudentes medidas de impulso de la economía. Esta misma semana me contaba un joven emprendedor –que los hay- cómo había iniciado una explotación de cochinas, para vender lechones. Para ajustar su financiación solicitó, y le prometieron, el aval de un organismo público. A la hora de la verdad, se lo negaron porque no tenía las garantías patrimoniales suficientes, sólo su empresa. ¡Es que si las tuviera no habría recurrido a ese organismo para que le avalase! El resultado final es que ha tenido que malvender las inversiones ya realizadas y se le han quitado las ganas de emprender nuevas aventuras. A esas situaciones me refiero cuando propongo medidas de impulso de la economía.

Ahora habría que hacer un ejercicio de memoria histórica real. Unos conocieron la situación de penuria de la posguerra directamente, a otros se la han contado sus padres. Época de racionamiento, de penuria generalizada, de la que se salió mediante el Plan de Estabilización de 1959 cuyas líneas maestras eran parecidas a las que actualmente se están tomando –excepto la devaluación de la peseta, que hoy no sería posible-; pero a esas se añadieron otras dos más: la emigración, que disminuía la presión en el mercado de trabajo y generaba el envío de reservas, y un formidable espíritu de sacrificio y de trabajo.

No seré yo quien  proponga la emigración masiva, aunque ésta ya ha comenzado y precisamente con nuestros jóvenes más preparados; pero el sacrificio y esfuerzo no pasan de moda. Ahora es más difícil, puesto que venimos de una década de consumo desaforado; pero cuanto antes nos convenzamos de que somos pobres y hay que modificar nuestro nivel de vida para adaptarlo a las nuevas circunstancias, antes resolveremos nuestros problemas. Digo modificar nuestro nivel de vida, no disminuirlo. Establecer otras prioridades y otros modelos de vida; pero eso no es una decisión estrictamente económica, abarca a la totalidad de la persona.  Es, en definitiva, un cambio de cultura. Cuanto antes se asuma, antes saldremos del agujero.

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