Hay quien dice que los economistas son unos señores que se pasan media vida anunciando qué va a pasar y la otra media explicando por qué no ocurrió aquello que anunciaron que iba a pasar.
            Permítanme la vanidad de llevar la contraria a esa malvada opinión. La hemeroteca, ese archivo de la memoria maldito para los políticos, en esta ocasión juega a mi favor.
Hace ya tres años –noviembre de 2007-, decía en esta misma columna que  “las políticas sociales indiscriminadas en las que el esfuerzo, el mérito, el ejercicio de la libertad en la toma de decisiones y la asunción de las responsabilidades derivadas de esas decisiones, no cuentan, son muy rentables a corto plazo; sirven como cebo para capturar votos; pero,  una vez mordido el anzuelo, el agraciado ya es prisionero de las ayudas y votante fiel, con la fidelidad del siervo”.
Argumentaba en esa misma columna que  “cuando los responsables sociales –políticos o no- se empeñan en una carrera sin sentido para tratar de ganarse la confianza de las nuevas generaciones sin plantearles ninguna exigencia las están condenando al fracaso”.
Meses más tarde comentaba –siempre Pensando por Libre, claro- que “la creación de valor exige innovación; pero  para  llevar a  cabo esta innovación no son suficiente las técnicas, se necesita un modelo previo construido por valores, que desarrollen a las personas. Sólo a partir de ahí se pueden conseguir empresas rentables. Si no,  más de lo mismo”.
            Ahora la prensa, con tres días de separación,  nos trae dos noticias aparentemente inconexas: la primera es que el porcentaje de jóvenes españoles que no estudia, ni trabaja, es del 20%. La información se completa con una serie de estadísticas sobre los  niveles de educación y formación en España,  todas demoledoras. La segunda noticia, del pasado viernes, la titulaba Expansión así: “España pierde, en la era de Zapatero, veinte puestos en competitividad”.
            ¿Existe alguna relación entre las dos? Bastante. La competitividad se deriva de la capacidad de las empresas para ofertar los mejores productos –o servicios- a los mejores precios. Eso sólo es posible de dos formas: bajando el precio de venta, lo que tiene un límite: el de los costes de producción, o bajando esos costes de producción. Esto último se puede conseguir: rebajando salarios; llevándose la producción a otro país con costes laborales más bajos o tratando de  hacer las cosas de modo más eficiente. Precisamente esto último es innovación.
            Pero la innovación no surge de la nada, es el resultado del esfuerzo de  todos. Si los empresarios piensan que, cuando las cosas van mal, la Administración tiene que ayudarles y los trabajadores opinan que ellos cobran por hacer lo que les dicen, que para pensar ya están otros, porque ellos “no van a heredar la empresa”, ¿quién piensa en crear riqueza?
            Ahora vendría lo de “yo ya lo dije”; pero eso no tiene mérito. Cuando alguien ve a un loco haciendo carreras por el carril contrario de la autopista es fácil  pronosticar que se va a matar y se va a llevar, además, alguna otra vida por delante. Aquí ocurre lo mismo. Es obvio que nuestra economía sólo se levanta con el esfuerzo cualificado de todos; pero se ha generado, de forma intencionada y pensando en el corto plazo,  una generación que, en un alto porcentaje, está incapacitada para asumir sacrificios, si éstos no tienen su recompensa a muy corto plazo. Que se siente sujeto de derechos –todos-; pero no de deberes. Una generación a la que han convencido de que siempre habrá alguien que resuelva sus necesidades y si  esto no ocurre  quedará el recurso de buscar a quién echar las culpas. Una generación, por último, con un nivel de educación muy bajo, porque la exigencia ha sido mínima, para no frustrarlos. Una generación, en definitiva, incapacitada para innovar, producir y competir.      
            Cuando se discutía la reducción de la jornada laboral a 35 horas semanales, en una encuesta a pie de calle, la televisión de un pueblo preguntó a un vecino: ¿Qué piensa usted de la posibilidad de trabajar 35 horas a la semana? La respuesta fue contundente: “Una barbaridad. Ni treinta y cinco, ni veinte, ni diez.  A mí,  todo  lo que sea trabajar me parece un disparate”.  Esta es una anécdota, incluso divertida, que no se puede elevar a la categoría de norma; pero respuestas  así nos facilitan mucho el trabajo a los profetas.
 14.07.10

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