No, no es lo que está pensando. No me refiero al cambio en los hábitos de las órdenes  religiosas. Es algo más cotidiano en lo que participamos todos: los hábitos de consumo motivados por la situación económica y, como consecuencia, los hábitos en el estilo de vida que está experimentando nuestra sociedad.
Una puntualización previa: la economía no es un “ante todo” al que han de someterse las demás facetas de la actividad humana. Reducir el hombre a homo economicus, que se mueve exclusivamente tratando de maximizar la utilidad o beneficio de sus decisiones, es una visión bastante pobre de la naturaleza humana y, últimamente, bastante desprestigiada, ya que en ese tipo de planteamientos está la raíz de la actual crisis.
Que la anterior etapa económica -basada en una economía de demanda alentada por la abundancia de crédito que permitía al ciudadano común consumir por encima de sus ingresos regulares- se ha terminado es algo que no necesita demostración. Simplemente se ve. Con la restricción del crédito el consumo se frena.
Que cuatro millones de parados,  un millón más que hace un año, han de reducir su consumo, tampoco resulta discutible.
Que los que aún tienen trabajo ya no son tan pródigos en sus gastos y procuran ahorrar, porque el horizonte se presenta oscuro, es algo de lo que da fe el aumento de las tasas de ahorro.
Que ese ahorro los bancos lo están empleando en suscribir Deuda Pública, con lo que son recursos que se drenan del sistema financiero para volver al Estado, que, a su vez, puede que los devuelva al sistema financiero en forma de ayudas, es kafkiano pero real.
La consecuencia de todo esto es que, si se consume menos, los productores de bienes y servicios tienen que reducir su oferta, eso significa menos empleo, más paro y vuelta a empezar el ciclo.
 La modificación de los hábitos de consumo es algo más que un cambio de costumbres, obligado por las circunstancias, al que un no tiene más remedio que someterse hasta que la situación se recupere; pero lo malo es que los tiempos pasados no se van a volver a repetir en mucho tiempo, si es que vuelven alguna vez. Esto exige algo más: la modificación de nuestros modelos culturales. Para una sociedad acostumbrada al “lo quiero todo y lo quiero ahora”,  pasar ahora a un modelo sustentado en el ahorro, sacrificio, esfuerzo, perseverancia, responsabilidad, respeto, fortaleza, patriotismo (sí, patriotismo,  o la persona se siente heredera del patrimonio físico, cultural y espiritual conformado y transmitido por sus mayores, o cae en el más profundo desarraigo), justicia y lealtad, es bastante complicado. Se necesita una fuerte motivación, algo más que el mero sentido de supervivencia.
En situaciones como ésta lo normal es volver la mirada hacia los líderes políticos, en quienes hemos delegado parcial y temporalmente nuestra capacidad de autogobierno, para que dirijan la marcha del país y traten de buscar salidas a esta situación; pero el panorama no puede ser más desolador, a derecha y a izquierda. Políticos profesionales que no tienen más objetivo que la consecución o el mantenimiento del poder y corrupción lo suficientemente generalizada como para extender el descrédito a toda la clase política.
Es el momento de un nuevo regeneracionismo que nos saque de la postración y el desánimo. Esto es tarea de todos. La economía no es un partido que se juegue sólo  a dos bandas: Estado y mercado. Hay un tercer interviniente: la sociedad civil,  y es precisamente ésta la que dota a la economía de su vertiente humana.
Bienvenidos sean los foros de opinión, things thanks, fundaciones, institutos de investigación privados, artículos de opinión y todo el entramado que arma la sociedad civil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Todo lo contrario, debe intervenir de modo activo conformando un nuevo modelo de pensamiento, que contribuya a recrear un modelo de relaciones económicas que las refuerce.
Ya vendrán luego los políticos a estropearlo.
10.11.09 

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