Con el mes de agosto la mayoría de los españolitos se fue de vacaciones con el vago propósito de que “el curso próximo” ya intentaríamos solucionar algo. Pero la vuelta  ha sido dura, con la economía en recesión; la inflación disparada y el paro recuperando niveles ya olvidados. Septiembre es inexorable y los problemas con los que nos fuimos de vacaciones no sólo no se han resuelto,  sino que van a peor.
            El problema no es de ahora, viene de más atrás. En los últimos años se ha vuelto a poner de manifiesto que las políticas socialistas, o socialdemócratas,  sólo son aplicables en tiempos de bonanza económica, en los que se nota menos su impacto en la economía y las libertades; pero cuando vienen mal dadas, el fracaso es estrepitoso.
La dinámica gubernamental  de estos años era muy simple: tenemos las soluciones para remodelar la sociedad;  pero como el problema no existe, creemos el problema y así podremos aplicar la solución.
            El esquema parecía que funcionaba. A golpe de soluciones “progresistas” se iban socavando los cimientos de una sociedad libre. En determinados ambientes ya se había conseguido que oponerse al debilitamiento de la familia como espacio natural de desarrollo de ciudadanos libres; negarse a que el Estado fije e imponga un modelo de pensamiento único; proteger a los más débiles –niños y ancianos- y proclamar la libertad de conciencia, estuviera mal considerado  por los nuevos prescriptores de la moral ciudadana y sus voceros. En otras palabras: ya se había armado la imprescindible estructura ideológica de una incipiente dictadura. Ahora, en esta nueva etapa legislativa, quedaban algunos flecos por rematar, y a por ellos iban; pero la dichosa economía se ha venido a entrometer en esta cuidada estrategia que, como siempre, había descuidado  el flanco económico, echando por tierra viejos esquemas gramcsianos.
            Una vez comprobado que de los responsables políticos  no se puede esperar gran cosa en economía (la propuesta  más audaz para contener la crisis ha sido la de repartir bombillas de bajo consumo), el empresario queda una vez más, “sólo ante el peligro”, como Gary Cooper.  
Pero no  es mala cosa ésa de desconfiar de las  instancias oficiales y para-oficiales. Empresario es quien compromete sus recursos en una idea de negocio, para proporcionar determinados productos o servicios,  con la esperanza de que el mercado los compre y así recuperar su inversión y tener un medio de vida.  Y si fracasa pues a intentarlo de nuevo, o desistir de su empeño. Tan sencillo y apasionante como eso.
            Por eso ahora, en tiempos de crisis, no cabe mirar a la Administración  para que nos ayude. La solución ha de venir del propio empresario, y ésta pasa no sólo por redefinir costes, reestructurar el pasivo, buscar nuevos mercados, adecuar la estrategia y recalcular o aplazar las inversiones. Por supuesto que las recetas técnicas son imprescindibles; pero no bastan para superar el bache.  Esta crisis hay que ganarla en el terreno de las ideas.
            Sí: retomando la figura del empresario como creador de riqueza y de espacios de libertad; recomponiendo una sociedad en la que cada uno pueda expresar libremente sus ideas y ser coherente con ellas en su actuación social; volviendo a tomar la persona como sujeto, y no como objeto, de la economía; trabajando para que la legalidad no sea la fuente de la ética, sino que sea ésta, es decir, la persona humana y su dignidad, el referente al que se ajuste la legalidad; redescubriendo las leyes universales de la economía que tanto tienen que ver con la cultura europea.
            Es obvio que sólo con ideas y modelos culturales no  se saca adelante una empresa; pero más obvio aún resulta que no es posible levantar la economía sin ideas.  Esta no es tarea de los partidos políticos, que hace tiempo abdicaron de sus principios. Ha de de ser obra de la sociedad civil, y en esa sociedad civil el papel de los empresarios es decisivo.

09.09.08

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