En un improbable debate con alguno de los numerosos representantes de la escuela económica retroprogre, imagino que mi interlocutor estaría dispuesto a aceptar la libre concurrencia de empresas en el mercado, pero con algunas condiciones. Éstas varían según modas; últimamente las exigencias que se imponen a las empresas, para ser admitidas como instituciones creadoras de riqueza y libertad por los guardianes de la ortodoxia política y social, son la sostenibilidad y la Responsabilidad Social Corporativa.
Como las palabras son polisémicas,  yo también estaría de acuerdo con esas características definitorias de una empresa, pero precisando el significado de los términos.
Todas las empresas han de tener un modelo de gestión sostenible. De acuerdo; pero eso es algo más que utilizar papel reciclado, o reducir el consumo de energía eléctrica. Quiere decir que han de conducirse de forma que se  garantice su previsible continuidad en el tiempo. Sostenibilidad es, fundamentalmente, una adecuada gestión financiera, un proceso de innovación constante, la apertura a nuevos mercados, una  política de personal acertada, para atraer y retener a los mejores y, en general, una buena dirección.
No hablo de teorías, sino de experiencias ponderadas.  Me ha tocado lidiar con alguna “empresa”, al menos así la llamaban, que centraba sus esfuerzos en la sostenibilidad entendida sólo como espontaneidad en  los procesos,  organigrama desestructurado y ecología, mucha ecología; pero descuidando la planificación económica, los estudios de mercado y el cumplimiento con los clientes en tiempo y forma. El resultado es inevitable: una vez agotadas las subvenciones recibidas para su proyecto sostenible, la empresa se cierra y sus protagonistas pasan a fichar todas las mañanas en otra empresa quizás menos “espontánea”, pero que lleva años creando riqueza y contribuyendo al incremento del producto interior bruto.
Sostenibilidad y eficacia no son planteamientos opuestos, sino complementarios.  Una de las condiciones que ha cumplir una empresa para desarrollarse es la de ser aceptada por sus potenciales clientes. En un mercado dominado por la demanda, por los consumidores, éstos concretan su elección no sólo por  calidad y precio, condiciones que ya se dan por supuestas, sino también por otros criterios, como son el respeto al medio ambiente, su política  de personal o la imagen pública de sus gestores. Criterios que se amplían también a sus proveedores.
Así enlazamos con la Responsabilidad Social Corporativa, el otro gran paradigma empresarial. También aquí hay que precisar. Una empresa no es una ONG. Su primera responsabilidad social es obtener recursos para atender todos sus compromisos de pago y retribuir a los socios o accionistas que arriesgaron allí su dinero. Sin esta premisa no hay empresa y, en consecuencia, tampoco habría RSC.
A partir de ahí -o mejor: para llegar ahí, a la obtención de beneficios que garanticen la sostenibilidad- la empresa ha de esforzarse por tener un comportamiento responsable en cuatro grandes apartados: los derechos humanos, que es tanto como reconocer la dignidad de la persona, de cada persona; las relaciones laborales: libertad sindical, no discriminación, no trabajo infantil, conciliación familiar; el medio ambiente: desarrollo y difusión de tecnologías respetuosas con el medio ambiente y, por último, el rechazo a cualquier forma de corrupción: sobornos, prácticas abusivas.
Estos cuatro apartados son, precisamente, los que propuso la ONU en su Pacto Mundial dirigido a las empresas.
A la hora de plantearse una política de Responsabilidad Social Corporativa, la primera preocupación de los directivos no es decidir a qué obra de beneficencia van a dar un donativo, ni la cuantía de éste; sino asumir su responsabilidad para con la sociedad, siendo un foco de excelencia humana y de justicia. Este planteamiento, además, es el que garantiza la obtención de resultados económicos y, en consecuencia,  la sostenibilidad de la empresa.
10.06.08

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