Hace unos días  tuve que acercarme  a las oficinas de una parroquia para pedir una documentación que necesitaba. Mientras esperaba que me atendieran entró un hombre joven, de unos treinta y cinco años, bien arreglado, que educadamente me preguntó si yo también estaba esperando y se sentó.  Me fijé que, aunque intentaba disimularlo, estaba muy nervioso, así que le pregunté si le pasaba algo.
            – Mire, estoy en paro desde hace tiempo. Ya se me ha terminado la prestación por desempleo; me han echado de la casa por no pagar; estamos viviendo en unos soportales; los servicios sociales de la Junta se van a llevar a mi hijo. He ido a Cáritas, me dan comida, pero no tienen donde alojarme; a unas monjas que tienen un albergue, pero está completo, y ahora vengo aquí a ver si el párroco me puede ayudar a gestionar alguna solución.
            No sé en qué quedó el asunto (más allá de la solución de emergencia que se le proporcionó); pero creo que se presta a alguna reflexión. La primera es que el paro es bastante más que una estadística. Hay mucho parado ayudado por la familia, con lo que puede ir atendiendo sus necesidades más básicas. También lo hay que compatibiliza el paro con chapuzas o está instalado en la economía sumergida; pero siguen produciéndose –cada vez más- situaciones dramáticas como ésta y muchas otras que requieren políticas económicas concretas y urgentes, más allá de las apelaciones a una futura economía innovadora y sostenible.
            Resulta también indicativo que, en una situación de emergencia dramática, se confíe más en instituciones de la Iglesia que en otros organismos. Algo está fallando en el estado del bienestar cuando sus teóricos beneficiarios se ven literalmente en la calle y recurren a una institución que, al margen de su dimensión religiosa, o precisamente por esa dimensión, está donde siempre: ayudando al que lo necesita y redistribuyendo eficazmente los recursos que recibe de sus fieles. 
            Pero hay un aspecto que considero especialmente significativo: este hombre tenía poco más de treinta años, era –por tanto- uno de tantos “hijos del modelo económico y social andaluz” de los último treinta años. Hijo de un pretendido “estado del bienestar” en el que todos somos titulares de derechos; pero no de deberes.
            Un modelo social en el que a los alumnos se les paga por asistir a clase; en el que si un joven se quiere emancipar, o sea vivir fuera de la casa paterna, se le conceden ayudas para que se pueda ir; en el que, bajo el manto totalitario de la ideología de género, se anima al personal a divertirse, sin preocuparse de las consecuencias, porque éstas las asume la Administración; en el que el amplio mundo de las ayudas oficiales anima, en ocasiones, a sustituir el riesgo por la subvención; en el que la recompensa al esfuerzo ha de ser segura e inmediata; en el que la familia deja de ser ámbito de acogida, con relaciones basadas en la aceptación y colaboración mutuas,  para pasar a ser espacios de poder en el que conviven seres radicalmente autosuficientes que se construyen a sí mismos individualmente.
            ¿Seguimos? La raíz es siempre la misma: la consideración del poder político como medio para transformar la sociedad y gobernarla de acuerdo con el modelo teórico previamente establecido por una ideología totalitaria, que pretende abarcar la totalidad de los aspectos de la vida humana. En coherencia con este planteamiento, el Presidente de Gobierno no tiene reparos en declarar que determinadas reformas económicas, reclamadas por todos los organismos nacionales e internacionales, él nunca las pondrá en marcha «por razones ideológicas». Más fuerte sí, más claro no.
            La realidad es tozuda. Nuestro desafortunado e involuntario protagonista es la consecuencia de un modelo en el que se ha pretendido la implantación  de un modelo de «estado  del bienestar», ya superado, a cambio de la libertad personal. El resultado era de esperar: nos hemos quedado sin bienestar y sin libertad. Desamparado y sin recursos económicos ni personales sólo le queda recurrir a la ayuda de las organizaciones de la Iglesia, como desde hace siglos.
16.02.10

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