A las generaciones se las clasifica, como a las añadas de los vinos: la  generación de la postguerra, los de mayo del 68, los “baby-boomers”, la generación X y, últimamente, la generación Y. Cada una de estas generaciones,  como cada añada, tiene sus características generales que conformarán la sociedad durante un tiempo. La de la postguerra fue una generación criada en la austeridad y el esfuerzo;  mayo del 68 (la imaginación al poder) supuso una inflexión en el modo de entender las relaciones sociales y los valores tradicionales. Sus hijos nacieron en  una época de bonanza económica y ahora empiezan a incorporarse a la vida laboral y a influir realmente en la sociedad la llamada Generación Y, los nacidos en la década de los ochenta.
            Los integrantes de esta Generación Y tienen algunos rasgos comunes.  Es una generación que se ha criado conviviendo con el ordenador, videoconsolas, internet, el teléfono móvil, una oferta ilimitada de canales de televisión,  los vuelos baratos, facilidades crediticias, fácil acceso a la educación superior y un consumismo exagerado. Todo esto da como resultado una generación cómoda, protegida,  más pendiente de sus derechos que de sus deberes, bien preparada, que retrasa el momento de iniciar su carrera profesional.
            En una reunión profesional me comentaba la Gerente de un importante despacho de abogados, con presencia mundial, que muchos de los profesionales que se incorporan últimamente a su firma ya no están dispuestos a realizar largas jornadas laborales; que no les ilusiona participar en un equipo de trabajo para desarrollar un proyecto importante, si eso les va a exigir renunciar a dos o tres fines de semana; que la lealtad al puesto de trabajo viene determinada por el contenido de ese puesto de trabajo; que pretenden-exigen una remuneración acorde con lo que ellos entienden que se merecen. Esas mismas eran las reflexiones que me hacía un directivo de banca hace unos días.
            Que ese estilo generacional existe es cierto –lo podemos llamar Generación Y o como queramos-; pero también lo es que no está tan generalizado, que en ese conjunto de caracteres definitorios se pueden encontrar aspectos muy positivos,  y que lo que en ellos  pudiera haber de patológico hay que tratarlo como una patología, no como un dato sobre el que construir.
Gobernar es ir tendiendo puentes entre lo permanente y lo cambiante. Entre lo permanente de los valores y lo cambiante de las circunstancias sociales. El problema surge cuando, por falta de criterio, los responsables sociales –políticos o no- se empeñan en una carrera sin sentido para tratar de ganarse la confianza de las nuevas generaciones sin plantearles ninguna exigencia.
Que los alumnos pasen al curso siguiente aunque tengan cuatro asignaturas suspensas, para que no se frustren; que se les habiliten zonas especiales para su botellón, para que puedan hacerlo sin que se les moleste; démosles una subvención,  para que puedan alquilar un piso, por si se quieren independizar.
Podría poner más ejemplos; pero es suficiente. El esfuerzo, el mérito, el ejercicio de la libertad en la toma de decisiones y la asunción de las responsabilidades derivadas de esas decisiones, no cuentan. Tampoco cuentan la frustración real que puede sentir quien se esfuerza, al ver que se le iguala por abajo, que no merece la pena esforzarse porque cuando, tras su esfuerzo, llegue a la meta que se propuso, allí estarán esperándole quienes fueron llevados en volandas por el entramado de ayudas y subvenciones concedidas sin más mérito que el de estar censado.
Las políticas sociales indiscriminadas anulan el esfuerzo, porque el que se esfuerza pierde la ayuda. A corto plazo sí son rentables: sirven como cebo para capturar votos y, una vez mordido el anzuelo, el agraciado ya es prisionero de las ayudas y votante fiel, con la fidelidad del siervo.
Sería lamentable que esta Generación Y, sin duda la mejor preparada,  se perdiera enredada en la artes de  pesca de aquellos para los que su proyecto social no va más allá de las próximas elecciones.

13.11.07 

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