Ignacio Valduérteles
Tte. de Hermano Mayor
Hermandad de la Soledad de San Lorenzo


En algunos ambientes se considera la economía una especie de ciencia natural regulada por unas leyes, neutras desde el punto de vista ético, ante las que no se puede hacer nada más que adaptarse a sus dictados.

Efectivamente hay leyes económicas que describen determinadas relaciones causa-efecto: así comprobamos que el aumento  de la masa monetaria en circulación provoca inflación; pero  las leyes  económicas no son una fatalidad inevitable, sino que han de llevar a  los responsables de la economía a buscar alternativas para no provocar situaciones previsibles, pero no deseadas.

El sector económico no es ni éticamente neutro, ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente. Se trata de anteponer criterios éticos que reduzcan o eviten los posibles efectos perversos de las leyes económicas, o que potencien resultados positivos. 

¿Y qué es eso de la ética?, se puede preguntar alguno, pues la expresión externa de unos determinados valores. Los comportamientos éticos generan una cultura concreta  y ésta modelos económicos. El hombre, al decidir libremente la mejor opción en orden a su perfeccionamiento como persona, va insertando las decisiones económicas en unos valores que hacen referencia a la naturaleza humana. Existe pues una estrecha relación entre los valores de una sociedad, articulados en modelos éticos, la cultura que conforman y los modelos económicos a los que ésta cultura da lugar. La economía, por tanto,  es la expresión de una cierta antropología (a los populismos que nos invaden me remito).

Aquí tienen mucho que decir las hermandades, esas asociaciones públicas de  fieles de la Iglesia Católica que tienen entre sus fines el de tratar de mejorar la sociedad, haciéndola más humana.  Conscientes del  valor de la vida social, de las virtudes cívicas y de la obligación que todo hombre, y todo cristiano, tiene de contribuir al bien común, las hermandades han de asumir esa tarea con sentido de responsabilidad y con conciencia de que el mensaje sobre la dignidad de la persona, connatural a la fe  cristiana, puede aportar mucho a la vida en sociedad.

La misión a la que están llamadas  las hermandades no es política, sino moral. No se trata de imponer un determinado modelo de pensamiento, ni una doctrina económica, mucho menos de recomendar opciones políticas, que quedan a la libertad de cada uno -siempre que la dignidad humana sea debidamente respetada y promovida y puedan desenvolverse con libertad-, sino de sanear a  la sociedad, dotándola de herramientas de análisis compatibles con la dignidad humana, a la que deben reforzar.

Las hermandades no se apartan de su misión cuando promueven la justicia en la sociedad, cuando sus responsables se  manifiestan en estas cuestiones, con criterio y responsabilidad personal, ayudando configurar un modelo antropológico acorde con la dignidad de la persona.

Si la economía es la expresión de una cierta antropología, como decía más arriba, las hermandades, mediante los modelos culturales que promueven, sustentados  en valores, están impulsando una economía de libertad, don y gratuidad.

Este planteamiento es compatible con los problemas de la madrugá, el reajuste de capataces o  las vicisitudes electorales; pero de vez en cuando conviene ampliar la perspectiva, incluyendo cuestiones de fondo.