Ignacio Valduérteles
Doctor en Administración de empresas

En esta larga situación de crisis hay  quien dice que ya  ve luz al final del túnel, lo que no está claro es si esa luz es la salida o la de una locomotora que viene de frente, porque ahora que el riesgo sanitario  parece controlarse, el económico y social  emergen cada vez con más dramatismo.

Con un déficit en torno al 10% del PIB,  y una deuda que supera el 125% del mismo, lastrada por un gasto público del 52.3%, con una tasa de paro del 15,3%  y una inflación que comienza a repuntar, es urgente  la activación de modelos económicos  que traten de enderezar una situación que cabe calificar de dramática; pero las medidas que se está apuntando no parecen las más oportunas: subir los impuestos y aumentar aún más el  gasto.   

Las medidas económicas no son autónomas, son hijas de modelos sociales previos. La economía no puede tratarse desligada de las personas que la protagonizan; ahora que  el  modelo de convivencia  impuesto desde la ingeniería social  empieza a mostrar sus carencias, se impone la búsqueda de nuevos planteamientos en los que los que se vaya configurando un marco de actuación desde la ética que de soporte a medidas económicas acorde con la naturaleza y dignidad de la persona. Si queremos mejorar la economía hay que partir de modelos culturales coherentes con la persona.

El error de los modelos de sociedad  de inspiración socialista es antropológico, antes que económico. Niegan a la persona su condición de sujeto capaz de tomar decisiones autónomas para la construcción del orden  social y económico.  Reduce al hombre a una pieza del colectivo social, de manera que subordina el bien del individuo al buen funcionamiento del mecanismo económico, que se alcanzaría por la decisión de los planificadores,  al margen  de  libertad y responsabilidad de los individuos.

El hombre queda reducido así a simple  pieza de un puzle diseñado por otros,  desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, capaz de edificar el orden social mediante esas decisiones. Este  problema se traslada a la economía,  porque  en ausencia de propiedad privada y de libertad de decisión individual, sin mercado, no podrían formarse los precios ni habría asignación de recursos. 

En el otro extremo, la economía de mercado hace de la libertad de decisión individual el quicio sobre el que gira todo el sistema; pero cuando hablamos de libertad de mercado tampoco nos estamos refiriendo sólo a una opción económica, sino a un logro cultural;  para ser libre un mercado necesita no sólo  normas jurídicas, sino virtudes éticas y una cultura de la creatividad, del trabajo y de la empresa.

Volvemos al punto de partida: la ética es el fundamento de la economía a la que estructura, por eso el primer paso en la transformación de la economía es integrar la ética propia del modelo cultural europeo  como parte necesaria de la epistemología económica.  Recuperar la naturaleza y valor del hombre como ser racional y libre, con un fin propio que es, al mismo tiempo, inmanente y trascendente. Esa es la antropología necesaria para que la economía de mercado funcione.

 El valor ético de una acción económica no depende solamente de sus consecuencias externas, sino de las que producen en el interior del agente.  La ética es de las personas, no de los mercados, por lo que éstos no se pueden reducir a una serie de normas o leyes sin un auténtico fundamento ético. Si  se  impide al hombre ser expresión de valores  se   mata su libertad  y sin ella es incapaz de un acto verdaderamente económico.

Urge impulsar la acción humana,  una reacción personal sostenida en la ética ante los estímulos y las circunstancias del ambiente; promocionar la capacidad donal del hombre que lleva a la economía del don y recuperar el sentido del trabajo, no al estilo calvinista, sino como participación en la Creación.

Alguien podría argumentar que este es un problema de justicia social,  no de virtudes;  pero ambas son inseparables, si bien la capacidad donal,  engloba a la justicia y la supera, siendo la  contribución más importante del humanismo cristiano a la sociedad en general  y a la economía especialmente.