Cuando se habla de empresarios hay que hablar de personas que asumen riesgos. Ya se sabe: empresario es quien arriesga su dinero, su trabajo y su tiempo, para ofrecer bienes o servicios, con la esperanza de que el mercado acepte esa oferta y le compense su esfuerzo. Si eso no ocurre así, si su oferta no es admitida por el mercado, pues fracasará y se tendrá que retirar o volver a intentarlo -si le quedan ganas y recursos económicos- después de introducir en su oferta las modificaciones que considere necesarias.

Este razonamiento, tan simple y claro, es admitido por casi toda la sociedad –aunque siempre hay algunos, autodenominados empresarios, que consideran que la Administración debe estar permanentemente a su lado: para subvencionarlos o para asumir y compensarle sus fracasos-. Empresario y riesgo se identifican. El problema surge cuando esa idea de asumir riesgos se limita a la clase empresarial. Para el resto se exige total seguridad, sin admitir que cada uno –empresario o no- debe ir construyendo su propia vida mediante decisiones libres y que cada una de esas decisiones comporta unos riesgos e implica unas responsabilidades que hay que asumir. Todos somos, por decirlo de forma gráfica, empresarios o gestores de nuestra propia vida.

La vida normal de cada uno es una continua toma de decisiones, para preparar “mi mejor oferta”, la que me permita instalarme y vivir en sociedad de la mejor manera posible.

Cada uno elije el nivel de formación académica que quiere tener y en qué área se quiere formar; elije a la persona con la que se va a casar; qué política de gasto y ahorro va a tener; qué pautas de comportamiento social quiere ejercitar; decide si, una vez que empieza a trabajar, quiere seguir formándose o da por concluída su formación profesional; el número de hijos que va a tener. Así podemos seguir poniendo ejemplos. La conclusión siempre es la misma: la vida, la de cada uno, se construye mediante las decisiones, unas importantes otras nimias, que continuamente vamos tomando.

La clave está en que cada una de esas decisiones implica unas consecuencias y, por consiguiente, unas responsabilidades. Como en el caso de los empresarios, todos hemos de asumir la responsabilidad de las decisiones que vamos tomando; pero asumirlas personalmente, sin paracaídas. Son las reglas del juego: vivir es arriesgar, tomar una opción y asumirla. Desde lo más importante a lo más cotidiano. Si me equivoco, como el empresario a veces se equivoca, la solución no es que la Administración, o los demás, carguen con las consecuencias, sino afrontar la situación, tratar de resolverla lo mejor posible y prepararse para que la próxima e inmediata decisión a tomar sea más acertada.

En otras palabras: arriesgarse a vivir como personas libres y responsables, la aventura más apasionante reservada a la humanidad. Esta no es una característica exclusiva de la clase empresarial. En ella se acentúan, si cabe, alguno de estos rasgos, especialmente los referidos a cuestiones profesionales; pero poco más. Sí, ya sé, existe otra forma de encarar la vida: dejando que sean otros, normalmente el Estado, quien piense y decida por nosotros y quien atienda nuestras necesidades, quien me eduque a los hijos, quien me garantice el trabajo, o la vivienda, o me proponga los modelos sociales y los valores y los modelos sociales que debo adoptar. Es más cómodo, pero el precio es muy alto: mi libertad.

 

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