Reconozco que el título puede resultar poco atractivo; pero es el que hay, porque de eso tratan estas líneas. Siempre se identifica al empresario como un personaje agresivo, seguro de sí mismo, con capacidad de liderazgo, venciendo en los desafíos que se le presentan cada día, y muchas más cualidades de este tipo. Parece que ese imagen casa mal con lo de la humildad, que se asocia con apocamiento, conformismo, falta de iniciativa y, si me apuran, hasta con un aspecto físico poco atractivo y triste.

Bueno, pues los dos estereotipos son falsos. La vida del empresario, como la de cualquier persona, está hecha de luces y sombras, de éxitos y fracasos, de momentos de lucimiento y horas de trabajo escondido y monótono. Pasa como con los atletas, ahora que tenemos recientes las olimpiadas. Detrás de la gloria de cada medalla hay muchas horas de entrenamiento y una vida muy sacrificada. Aún más, sólo tres, de cada grupo de aspirantes, conseguían medalla. ¿Y los otros?, pues a seguir entrenando e intentarlo de nuevo.

Empecemos por ponernos de acuerdo sobre los términos que estamos manejando. La persona humilde no es la apocada y sin empuje, sino la que reconoce cuáles son sus defectos o carencias y cuáles sus capacidades y cualidades y, a partir de ese conocimiento, trata de hacer las cosas cada día un poco mejor.

A partir de los treinta años una persona que no sea consciente de sus cualidades y de sus carencias y procure apoyarse en aquellas para tratar de minimizar éstas, es un insensato. El día a día de un empresario no se mide por sus éxitos, sino por su capacidad de ponderación, esto es: por su capacidad de reflexionar sobre los acontecimientos de cada día.

 Cuando alguno dice. “Yo tengo mucha experiencia”, habría que comentarle: “No, tú no tienes experiencia. A ti te han pasado muchas cosas, que es distinto; pero no has aprendido nada de ellas porque has sido incapaz de reflexionar sobre las mismas”. Es precisamente esa actitud de estar dispuesto cada día a analizar para mejorar en lo que sea preciso; de saber pedir ayuda cuando sea necesario; de aceptar los fracasos personales, sin tratar de transferir a otros las causas de nuestros errores; de volver a intentarlo, una vez aprendida la pequeña o gran lección. Es esa actitud, repito, la que lleva a un empresario –en realidad a cualquiera- a ir avanzando sobre sus éxitos y fracasos. A ir construyendo cada día su vida.

Hay dos clases de personas: aquellas a las que el fracaso les paraliza y las que, por el contrario, aprenden en la adversidad. En otras palabras: aquellas a las que el dolor les quita la libertad y quienes, precisamente en la adversidad, desarrollan su libertad, su capacidad de elegir y de asumir las consecuencias de su decisión. No es problema de genes, se trata de reconocer que no somos infalibles, sino limitados y que los pequeños o grandes errores que cometamos son consustanciales con la naturaleza humana. Frente a esta evidencia hay quien se rebela y va de víctima y hay quien los asume con serena eficacia, sin buscar culpables sino la mejora personal y, consecuentemente, la de su empresa.

La figura del “empresario brillante” que, a veces, dibujan los medios de comunicación, no es más que una caricatura de los auténticos empresarios. Los que se esfuerzan en ser cada día más eficientes, más libres, mejores personas. A partir de aquí es cuando hay que empezar a preocuparse de la productividad, los vencimientos, la cartera de clientes y los impagados. Pero de eso hablaremos otro día.

 

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