Mad Men, una historia de perdedores.

En el lenguaje de los medios se suele denominar “serie de culto” a aquellas que no van dirigidas al gran público, sino a una minoría, que las sigue con entusiasmo. Una de esas series, sin duda, es Mad Men, que acaba de encarar su quinta temporada y, cada año, ha ido consiguiendo el Emmy a la mejor serie dramática. No sé cuál es su share; pero desde luego no es una serie popular,  aunque se hable mucho de ella e incluso se  haya publicado un libro  -“Guía de Mad Men”- en el que se incluyen diversos artículos que la analizan desde distintas perspectivas.

La trama de la serie es la vida en una agencia de publicidad neoyorquina a comienzos de los años sesenta. No me atrevo a hacer una crítica  de la misma desde el punto de vista cinematográfico, aunque los expertos coinciden en reconocer su calidad técnica. Lo que me interesa son los temas de fondo que la serie plantea. Tiene como protagonista a Don Draper, un directivo de la empresa, y su mujer, pero hay varios personajes más que también se les puede considerar protagonistas y, entre todos, van conformando un cuadro bastante rico en matices.

Los personajes son muy complejos; cada uno tiene sus problemas, defectos y virtudes; pero todos tienen algo en común: su vida se centra en el triunfo profesional a corto plazo, entendiendo por triunfo no la satisfacción del trabajo bien hecho, sino el ascenso a puestos de mando bien remunerados.

Centrados en el éxito profesional, su vida personal y familiar es muy endeble o inexistente; no tienen ninguna capacidad de comunicación; con su afectividad limitada a una sexualidad  desordenada y compulsiva; sin más meta que apuntarse un triunfo frente a sus compañeros,  aunque sea pasando por encima de ellos. No hay lealtades, sólo la búsqueda del éxito profesional. Cualquier dificultad les supera, ya que no disponen de recursos para afrontarla.

Tampoco la empresa, la agencia de publicidad Sterling&Cooper, es un modelo. Sólo interesan los beneficios, por encima de las personas, de las que sólo cuenta su aportación a la Cuenta de Resultados. Los problemas éticos que, en ocasiones, se presentan, se resuelven atendiendo exclusivamente al coste de la decisión que se vaya a tomar.

En ese ambiente los protagonistas se van hundiendo, poco a poco, cada vez más. Ninguno alcanza una vida lograda. Van de fracaso en fracaso, ahogándose en interminables tragos de whisky.

El panorama puede resultar asfixiante, pero tiene un aspecto positivo; lo que la serie va poniendo de manifiesto a lo largo de sus capítulos –con un cuidado envoltorio cinematográfico- es que el trabajo, en su aspecto subjetivo, es siempre una acción personal, no pertenece sólo al ámbito laboral o técnico. No existe una ética empresarial autónoma, sino la aplicación de los principios éticos a la actuación humana en el ámbito de la empresa. Si la ética personal falla, la empresarial también, puesto que hay una única ética, cuya referencia son las personas y su desarrollo humano integral.

Tampoco la  economía, ni la actividad empresarial, resulta ser algo independiente que funciona con sus propias reglas, al margen del hombre. Toda forma económica, todo modelo de gestión empresarial  es la expresión de una cierta antropología. Los actos voluntarios de las personas no sólo producen una transformación ética en los individuos –se hacen «buenos» o «malos»-, sino también en las mismas instituciones sociales que, objetivamente, pasan a ser mejores o peores. Es precisamente la antropología, la visión que el hombre tiene de sí mismo, la que adquiere el valor de criterio hermenéutico decisivo para valorar todo sistema económico, o modelo de gestión empresarial.

Mad Men va mostrando el reverso, el negativo de lo que debe ser una actividad empresarial bien entendida, movida por personas, que encuentran en ella ocasión de desarrollo personal. Cuando no es así, cuando se actúa en contra de la propia realidad de la persona, los resultados son los que nos muestra la serie.

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