Tiene mala prensa el verbo obedecer. Parece que si uno obedece se está sometiendo a otra persona y perdiendo su libertad. En la empresa, en la sociedad, en la familia, la obediencia es un mal menor. La única obediencia posible es la que se deriva de la coerción. Obedezco, más bien me someto, porque no tengo más remedio, porque si no voy a recibir una sanción o castigo.
Todo lo contrario. La relación entre el que manda y el que obedece no se basa en la coacción: se basa en la libertad. Realmente sólo se puede obedecer desde la libertad.
Obedezco al alguien porque confío en él, le concedo autoridad, creo en ese alguien. Creer implica adhesión, acogida y obediencia, es un acto personal, que ofrece una respuesta libre. No una obediencia mecánica, o servil. Se obedece desde la libertad porque sólo desde la libertad se puede amar, adherirse personalmente a alguien o a algo. Para poder actuar así es necesario un razonable dominio de sí mismo. Nadie puede dar lo que no tiene, y si uno no se tiene, no se posee, difícilmente puede entregarse en una relación personal, sea ésta laboral, familiar o de otro tipo. Por eso la obediencia, como el amor, es creativa, no pasiva ni mecánica. Es tensión permanente entre el corazón y la mente.
La obediencia, así entendida, perfecciona a la persona. En caso contrario, la obediencia rencorosa y servil va empobreciendo a los dos. Al que manda y al que obedece. Urge esforzarse en aprender a mandar y a obedecer.
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