“La Iglesia es una cosa y las hermandades otra”; “Palacio quiere que las hermandades presenten las cuentas para conocerlas y luego pedirles dinero”; “las hermandades son las únicas que llevan gente a los templos”; “a la Iglesia nunca le han gustado las hermandades, por eso las quieren controlar”…
Así podíamos seguir. Frases que quedarían bien en las pancartas de una manifestación o como consignas políticas. No resisten el más mínimo análisis; pero resultan muy eficaces en determinados ambientes y ante públicos poco exigentes, que se mueven por consignas, no por ideas. Pero la comprensión de las hermandades requiere visión histórica y entender el papel de los laicos en la Iglesia.
Tras los primeros tiempos del cristianismo, en el que los cristianos corrientes asumen todo el protagonismo que les corresponde, el siglo V cae el imperio romano y con él todo su modelo cultural. La cultura europea se refugia en los monasterios. Comienza un largo paréntesis en el que a la Iglesia se la identifica con el clero y la jerarquía y los fieles laicos son fieles de “segunda categoría”.
Coincidiendo con la Reforma protestante, la pérdida de la unidad espiritual de Europa y el posterior inicio del proceso de secularización, las hermandades –las ya existentes y las de nueva creación en esa época- asumen un papel decisivo en el que los laicos cobran importantes cuotas de protagonismo y autonomía en la evangelización y en la defensa de la Iglesia. Una autonomía que no siempre resultó pacífica.
Las revoluciones culturales de los siglos XVIII y XIX (Ilustración y Modernismo) llevan a la Jerarquía a impulsar la actuación de los laicos, para que hicieran presente la fe en los diversos ámbitos de la cultura. Ése es el clima en el que se desenvuelven las hermandades en esa época. Contaminándose en ocasiones; pero sirviendo de referencia en otras.
El Concilio Vaticano II consagra de forma rotunda el papel de los laicos en la Iglesia y los papas posteriores desarrollan e impulsan esos criterios.
Este es un resumen muy apretado y poco matizado del papel de los fieles corrientes en la historia de la Iglesia. A estas alturas aún hay quien se empeña en volver atrás, considerando las Hermandades y Cofradías una especie de organizaciones independientes en permanente enfrentamiento con la Jerarquía, en un intento torpe de tratar de afirmar un modelo de autonomía erróneo.
Tampoco se pueden despachar encasillándolas como una manifestación de la religiosidad popular, más o menos singular, que hay que encajar en las clasificaciones preestablecidas
No a los católicos de segunda; tampoco a la clericalización de los laicos. Hay que aceptarlos en su singularidad, también en las hermandades, unas organizaciones peculiares, que se han venido desarrollando a lo largo de los siglos y que, más allá de sus manifestaciones externas más populares, contienen una importante reflexión antropológica y de teología moral.
En algunos ambientes no se acaba de entender el papel y, sobre todo, la potencialidad de las hermandades en la recristianización de la sociedad, en acomodar el mundo a los planes de Dios, en poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas.
Ni reliquias folklóricas que reconducir, ni entes independientes. Las hermandades son una realidad singular y llena de vitalidad, un patrimonio inmaterial de gran valor, con un cuerpo doctrinal a desarrollar y sistematizar, que hay que encajar en la vida de la Iglesia. Esto requiere estudio, reflexión y amplitud de mente por todos los implicados en el tema, sin reduccionismos torpes de quien desprecia lo que no conoce. Supone responsabilidad y formación, más allá del movimiento de los varales.
Deja una respuesta