No quiero creer que sea una tendencia generalizada; pero en  pocos días he conocido, de forma  directa, algunas actuaciones de marketing que me han dejado bastante perplejo. Comento dos de ellas.

El primer caso se refiere a una empresa de servicios personales, un gimnasio. No tiene ningún programa para la fidelización de sus clientes, simplemente les presta los servicios contratados. No  ha modificado, al menos de forma apreciable, esta política ante el descenso evidente de usuarios, ni ante la aparición de cadenas de gimnasios  low-cost; pero ha iniciado una campaña de captación de nuevos clientes, sustentada en un folleto  de excelente diseño y calidad, en la que piden a los clientes actuales que traigan amigos, a los que se ofertan unas condiciones especiales. En otras palabras: no se preocupan de fidelizar a los compradores habituales y les piden que, gratuitamente, actúen como agentes comerciales, para atraer nuevos consumidores, a los que ofertan mejores condiciones que las que ellos tienen.

El otro sucedido también es sorprendente. Una empresa de venta directa hace un magnífico anuncio en un programa de radio de máxima audiencia, animando a llamar a un teléfono para comprar un producto maravilloso. Los primeros compradores, además, tendrán una oferta especial. Un ejemplo, de libro, sobre cómo mover las “compras por impulso”. La sorpresa viene cuando un potencial cliente llama para hacer su pedido y, antes de que pueda decir nada la operadora,  le dice algo así: “Gracias por llamar, en estos momentos no podemos atenderle; pero tenemos su número registrado y, en breve, le llamaremos”. Cuando la persona que llama, sorprendida,  argumenta que va a entrar en una reunión y  a desconectar el teléfono, la operadora, con la correcta indiferencia de los call-center le responde. “De acuerdo, borramos entonces su llamada”.

Es evidente, en ambos casos, que no se trata de una mala actuación del empleado que está frente al público, sino de una política de la empresa. Esas actuaciones responden a una estrategia de marketing pensada –o algo así- por algún responsable de la empresa.

Podríamos poner más ejemplos: en la banca, que no termina de encontrar argumentos de marketing más allá de las comisiones; en la administración pública, que sigue considerando al ciudadano súbdito, no cliente; en las empresas de telefonía móvil, en permanente diálogo de besugos con los clientes que intentan resolver alguna incidencia; en las empresas periodísticas, que se esfuerzan en atraer nuevos suscriptores con promociones y regalos que no llegan a los suscriptores que llevan años abonando sus suscripción, o les  llegan tarde y mal, en tantas y tantas empresas. Afortunadamente no todos funcionan así, precisamente por eso destacan más quienes se preocupan por atender al cliente, pero creo que es una tendencia bastante generalizada, indicativa de un estado de la cuestión que va más allá de la estricta política comercial.

El problema de estas empresas es que están centradas en sí mismas, en la resolución inmediata de sus problemas a corto. El cliente no es alguien a quien servir, sino un medio para obtener recursos. Las acciones de marketing se invierten, ya no se trata de ver cómo puedo atender mejor las expectativas del cliente, en la confianza de que esa satisfacción redunde en mayores ventas; sino cómo puedo conseguir aumentar las ventas de forma inmediata. La política comercial se activa desde la perspectiva del directivo, no desde la perspectiva del cliente

Lo que esas actuaciones ponen de manifiesto es a un empresario centrado en sí mismo, en la resolución rápida de sus problemas a corto, aún a costa de sacrificar lo que es la esencia de la empresa –y de la economía-: la donación, la oferta de valor  apreciable por los clientes y por las personas que se relacionan con la empresa.

Este problema tiene una cara oculta, que me resaltó un periodista amigo: estas decisiones estratégicas suelen terminar ocasionando  resultados nefastos para la empresa, que se resuelven “adecuando la estructura productiva a la nueva situación del mercado”, es decir, poniendo gente en la calle; pero no a los responsables de la decisión, sino a otros. Se podría enunciar en forma de ley –la ley de la Responsabilidad Invertida-, que vendría a decir que  cuanto más alto es el nivel de una persona en una empresa, menos responsabilidad asume por el posible fracaso de sus decisiones estratégicas, que terminarán pagando otros, de nivel inferior.

 

 

 

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