La idea no es mía, me la brindó un amigo con el que mantengo alguna que otra conversación cada cierto tiempo.
La vida de cada uno, me decía, es un polinomio: sumas, restas, divisiones. Fases, limitadas por paréntesis, en las que los buenos o malos momentos se elevan al cubo, o a la enésima potencia, y otras en las que todo parece que se diluye por efecto de un divisor tremendo. Un incomprensible logaritmo viene a veces a complicarnos un camino que ya parecía enfocado y nos hace volver sobre nuestros pasos; pero al final todo se concreta en un resultado final.
Sería inútil tratar de eliminar las partes más complejas, o las más laboriosas del polinomio: la ecuación entera perdería su sentido y se convertiría en algo caótico. Es necesario ir resolviendo cada paso para obtener la solución, a la que han contribuido, decisivamente, cada uno de los elementos del polinomio planteado, hasta los más ásperos.
Cuando no se aceptan y asumen las etapas complicadas que, sin duda, van apareciendo en la construcción del vivir de cada uno y se pretende pasar a la fase siguiente tratando de obviarlas, sin integrarlas en nuestra biografía, todo empieza a perder sentido y, al final, se llega a situaciones sin salida –ni algebraica, ni vital-. A esto se referían los clásicos cuando hablaban de “unidad de vida”, a una vida en la que los éxitos y fracasos, los buenos y malos momentos, las etapas más placenteras y las dolorosas, se van integrando; no son compartimentos aislados, todos van aportando su parte a la consecución de la solución.
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