La mayoría de las personas metidas en el mundo de la empresa saben qué es un Protocolo Familiar: un documento, de carácter contractual, suscrito libremente por los miembros de una familia propietaria y gestora de una empresa, con la finalidad de regular la organización y gestión de la misma, así como las relaciones entre ésta y la familia, para tratar de garantizar su continuidad, de manera eficaz, a través de las siguientes generaciones.
Cuando en la elaboración del un Protocolo interviene el cabeza de familia el trabajo se simplifica. El padre, a veces también el fundador, tiene las ideas muy claras sobre la forma de garantizar la continuidad de la empresa y los hijos acatan los criterios del padre. No digo que sea el procedimiento ideal, pero sí lo que suele ocurrir.
Distinto es cuando el padre falta y son los hijos los que tienen que pactarlo. Aún en los casos en que todos se llevan bien y colaboran con lealtad –lo que suele ocurrir en la mayoría de los casos- su elaboración provoca en los protagonistas una perplejidad que cuesta superar. Perplejidad que viene dada porque los familiares, inmersos en la gestión, son muy expertos en el día a día de la empresa: procesos de gestión, compras, ventas, producción, aprovisionamientos, nuevas líneas de negocio, etc.; pero nunca se han parado a reflexionar sobre los fundamentos de la misma: valores familiares a preservar, organización de su proyecto personal y familiar, previsiones de futuro, posibilidad de poder emprender otros caminos, prestaciones que cabe esperar de la empresa, jubilación y varios temas más. Y todo eso en armonía con los valores de la familia, cuya protección y continuidad se pretenden.
Es en esos ámbitos donde se dilucida realmente el contenido y la posterior eficacia del Protocolo. Cuando éste se elabora ateniéndose sólo a criterios mercantiles o fiscales –para optimizar la estructura societaria o minimizar los impactos fiscales- las necesidades más importantes quedan sin solución, lo que a la larga da lugar al nacimiento de una inestabilidad frívola.
Bien están esos protocolos en los que se regulan todas las cuestiones formales hasta el mínimo detalle. Es necesario atender esos aspectos; pero no es suficiente. O el Protocolo identifica e incorpora los valores familiares y plantea soluciones nacidas de una reflexión ponderada de los miembros de la familia sobre su proyecto de familia, de empresa y de trabajo o, al poco tiempo, será un rígido corsé legalista en el que todos se sentirán incómodos, porque lo esencial, como decimos, se quedó en el camino.
Buscando un símil familiar, es como si redujéramos la educación de un hijo a la elaboración de un minucioso testamento en el que quedaran contempladas todas las variables de la normativa de sucesiones y la salvaguarda sus derechos a lo largo de los años; pero no lo educáramos en valores, no procurásemos hacer de ese hijo una persona trabajadora, sincera, leal, prudente, trabajadora, perseverante, comprensiva, patriota.
Por eso es decisivo contar con una ayuda externa que, además de regular los aspectos formales del Protocolo, ayude a reconocer y ordenar los valores de la familia y de la empresa.
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