Hay palabras que se ponen de moda y se emplean continuamente aunque no tengan una significación muy precisa, por ejemplo cool. Cuando se define a alguien, o algo, como cool parece como si se le confiriera un cierto halo de distinción y modernidad.
¿Qué es ser cool?, su definición es un tanto ambigua, se refiere a alguien que es capaz de situarse al margen de algunas normas establecidas y crear un estilo propio y reconocible. Uno de los ejemplos más recurrentes es el del actor James Dean. Murió joven, con 24 años, con lo que dejó todas las perspectivas abiertas, perpetuando el mito y marcando un estilo que aún perdura.
En el mundo de la moda es donde más se reconoce esta corriente. Hay quienes poseen una personalidad definida que se refleja en su aspecto externo, en su forma de vestir, y son capaces de crear tendencia; pero la mayoría siguen esa tendencia simplemente porque es lo que se lleva. Así se pervierte el concepto: ser cool ya no es interpelar a la realidad, sino seguir la moda. Claro que si en lugar de utilizar anglicismos innecesarios hablamos de tener criterio propio creo que todo resulta más claro, entendiendo por tal el conjunto de principios, fundamentados y coherentes, que determinan la actuación.
Elaborar un criterio propio no es seguir las modas de las grandes cadenas, ni pensar como sugieren las corrientes de opinión dominantes, ya sea en política, hermandades, economía o cultura. La persona humana no es maleable, es finalista, tiene una finalidad a la que se orienta: el conocimiento de la verdad, el amor al bien y la contemplación de la belleza. Más concretamente, desde la perspectiva cristiana, el fin último del hombre es Dios, que identificamos con el Bien, la Verdad y la Belleza. Si se niega o desconoce la naturaleza humana en su sentido finalista se pierde el norte, la libertad se queda sin brújula y se degenera en arbitrariedad.
Todo esto de tener un criterio propio y que éste se coherente con la naturaleza humana resulta ahora complicado por la presión social que afecta a todos, también a las hermandades, directa o indirectamente: la ideología de género (la persona se niega a admitir su condición de ser creado y pretende construir su propia realidad); hipertrofia democrática (verdad es lo que decida la mayoría, si “todo el mundo lo hace” es correcto), la cultura de la imagen (que elabora mensajes efímeros y envolventes destinados a impresionar los sentidos, no la inteligencia) y abarcándolo todo la corrección política que condena al ostracismo (cultura de la cancelación) a quien no siga estas corrientes.
En este panorama es importante que las hermandades, sus responsables, elaboren y mantengan criterios propios. Gobernar una hermandad no es sólo conseguir que los procesos funcionen: las cuotas se cobren, la caridad atienda a los necesitados, las papeletas de sitio se distribuyan, los altares de culto se monten, los cultos se celebren y la cofradía salga. Si los principios que las fundamentan sólo se sostienen en el mero consenso social entre amigos, el sistema resulta evidentemente frágil.
No se avanza en la mejora permanente de las hermandades desde estereotipos trasnochados e ideologías caducas, sino desde la antropología, ensanchando los límites de la razón con el complemento de la fe, tratando de elaborar modelos de análisis en los que concretar criterios propios, orientando la hermandad a su fin, no manteniéndolas en un ensimismamiento permanente.
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