CON DENOMINACIÓN DE ORIGEN

La denominación de origen garantiza que un producto proviene de una zona geográfica concreta y ha tenido  procesos de elaboración  normalizados que le otorgan características especiales y reconocidas. Normalmente existe un Consejo Regulador  para cada denominación de origen que supervisa y garantiza que todo lo que se ofrece amparado en esa denominación reúne los requisitos exigibles.

Ocurre que desde hace tiempo se viene apreciando en muchas poblaciones una cierta mimetización de las formas y modos de vivir la Semana Santa en Sevilla. Me refiero a organización de la cofradía, andar de los pasos, música, y otros detalles que van homogeneizando los desfiles procesionales.


Nada más lejos de mi intención que esgrimir una inexistente denominación de origen, ni derechos de propiedad intelectual. Cada hermandad es muy libre de organizarse como quiera, con independencia de su localización geográfica, aunque pienso que esa mimetización se hace, en ocasiones, en detrimento de tradiciones locales que nunca  deberían perderse  porque conforman un patrimonio inmaterial que dota a nuestra cultura de una especial riqueza y variedad. Hay además un efecto secundario no deseado  cuando los detractores de esa homogeneización señalan a Sevilla como culpable de la misma.  

Vaya por delante que lo esencial en las  hermandades no es  la salida procesional, sino su trabajo durante todo el año. Ahí si debe haber uniformidad porque todas tienen las mismas referencias: son asociaciones públicas de fieles erigidas por la Jerarquía que, por delegación, colaboran en tareas reservadas por su misma naturaleza a la autoridad eclesiástica.

La Iglesia es plural en las formas. Hay una espiritualidad propia de las personas consagradas, de los religiosos y de los laicos. Incluso dentro de éstos existen diversas iniciativas refrendadas por la Iglesia para el cumplimiento de su misión  de laicos. Es  importante hacer crecer el aprecio mutuo entre los fieles de la Iglesia agrupados en las más variadas agrupaciones que puedan existir; contribuir a que se respire un clima de auténtica caridad, sin exclusiones ni prejuicios;  superar posibles malentendidos  y encomendar al Señor iniciativas promovidas por otros. Todos somos necesarios.

Ese respeto y aprecio mutuo es compatible con la defensa de las características propias de cada institución en cada situación que sea precisa.  Precisamente ahora  se presentan dos ocasiones para que las hermandades definan y reafirmen sus notas diferenciales: el Congreso de Laicos a celebrar en Madrid el próximo mes de febrero y el desarrollo del Plan Pastoral de la Archidiócesis, que  tiene previsto como objetivo para 2020 «Potenciar el servicio evangelizador de la piedad popular»

En ambos casos las hermandades han de estar presentes con voz propia, no son asimilables a otras organizaciones y no pueden dejar que se diluya su singularidad: su “denominación de origen”.

La postura de las hermandades siempre ha de ser la misma: ni seguidismo acomplejado, ni oposición, sino una leal colaboración sin traicionar la naturaleza de las hermandades, lo que privaría a la Iglesia y a la sociedad de una aportación fundamental de los laicos a la actividad misionera de la Iglesia.

Desde fuera reconocen y  admiran  la fuerza de la religiosidad popular en  nuestra tierra y cómo ésta impregna y modela la sociedad civil. Es necesario un paso  más: las hermandades, además de ser focos de espiritualidad, han de constituirse en centros de excelencia intelectual. La gestión no es suficiente, el  mundo cofrade necesita un discurso propio que impregne todo lo que hace, una cosmovisión propia. Una manera de ver, de sentir, de proyectar el mundo dentro de la Iglesia con la que presentarse en sociedad. Es importante la elaboración permanente  de esta base doctrinal. Aquí tendría mucho que decir e impulsar el Consejo Regulador de la Denominación de Origen, integrado en este caso por varias instancias trabajando en equipo.

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