LAICIDAD, LAICISMO Y HERMANDADES

Más allá de la emergencia sanitaria, la realidad social y política que estamos viviendo los últimos meses  puede calificarse de cualquier modo menos de aburrida. Cada día es un nuevo sobresalto y hay un acuerdo general en que esto  no es un cambio de gobierno sino de  sistema. No se trata ahora de comentar, alarmados,  la sorpresa de cada día, sino de proporcionar elementos para  la argumentación fundamentada. 


 El artículo 16.3 de nuestra Constitución establece que “ninguna creencia tendrá carácter estatal”. España es pues un estado “aconfesional” si bien, continúa el referido artículo “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

A partir de aquí el debate se centra en el fomento de una interesada confusión entre laicidad y laicismo,  con el fin de eliminar del debate social a quienes profesen  una determinada religión o un concreto  modelo social.

La laicidad, correctamente entendida,  establece una clara distinción entre la esfera política  y la religiosa. Respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión. 

El principio de laicidad implica el respeto de cualquier confesión por parte del Estado. No se trata de que el Estado sea neutro o desconozca el hecho religioso, sino que reconozca  la trascendencia de la persona y con ella los límites  a su  autoridad. Una sana  laicidad, como establece nuestra constitución,  es necesaria y oportuna para la convivencia social.

El laicismo, por el contrario, descalifica la presencia en la sociedad de personas que profesen una religión. Desde el laicismo exacerbado se impide a los ciudadanos que profesan una determinada religión, o una concepción del mundo y la sociedad, que puedan opinar, atribuyéndose así el Estado  la facultad de decidir qué ciudadanos pueden participar  y cuáles no.  

En esa radicalidad se llega incluso a la negación de la ética natural sin caer en la cuenta de  que el Estado, expresión e instrumento de la convivencia humana, no puede prescindir de una fundamentación ética anterior a él. Así cuestiones como el aborto, la eutanasia, la familia o la libertad de enseñanza dejan de tener relevancia ética para pasar a ser elementos regulados por el Estado, quien va creando una pseudo-ética  en la que fundamenta sus decisiones. El final es un  Estado creador de ética, de una falsa ética,  y destructor de toda libertad y autonomía individuales.

El cristianismo no es una ideología, sino un encuentro personal con el amor de Dios sustentado en una fe que enriquece el conocimiento del hombre y su dimensión social y que lleva a los cristianos a actuar en sociedad coherentemente con su concepto del hombre y  su dignidad. 

Nuestra sociedad civil está entretejida con las hermandades. En nuestro entorno un amplio porcentaje de ciudadanos pertenece a una o más hermandades. Asumir el laicismo imperante supone privar a todos esos ciudadanos, y a los fieles en general,  de su derecho a participar en la vida social, o exigirles, en base a no se sabe qué norma superior, que prescindan de sus principios si quieren ejercer ese derecho. Eso supone condenar a las hermandades a convertirse en entidades de interés etnológico que montan altares de culto y sacan cofradías a la calle, o lo que es lo mismo: a su desnaturalización a corto  y desaparición a largo plazo.

Forma parte de la acción evangélica de las hermandades activar  la  relevancia antropológica y social de la fe cristiana, el reforzamiento de la laicidad y la denuncia del laicismo que intenta imponer un modelo social en  el que la persona pierde su dignidad personal.

Esto no es una disquisición erudita. Todo está yendo muy rápido.

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