PADRE

Así titulaba hace ya algunos unos días el maestro Alberto García Reyes (que la maestría no siempre está ligada a la edad) unas reflexiones con connotaciones manriqueñas que me conmovieron en mi condición de hijo, padre y abuelo, oficios de los que no se dimite nunca y que se van complementando: uno no adquiere conocimiento cabal de lo que es ser hijo hasta que no es padre y se doctora como hijo al ser abuelo.


El de padre es un oficio elegido con ilusión, aunque sin saber muy bien donde se mete uno. A la alegría del nacimiento suceden las malas noches, fiebres, las limitaciones a las salidas con amigos y otras renuncias.   Ese es el principio, luego vienen los estudios, la adolescencia, rebeldía, posibles descaminos,   problemas laborales o familiares de los hijos que duelen como propios. Traiciones, reales o sentidas, abandonos y también detalles de cariño que te conmueven por inesperados, porque la paternidad es amor incondicional, no sujeto a contraprestaciones que a veces no llegan,  o llegan tarde.

También se elige libremente, con ilusión y un cierto adanismo,  el oficio de Hermano Mayor, que comporta una paternidad espiritual y en cierto modo también  humana. Ser hermano mayor no es lucirse, es dejar honra, fama,  prestigio y  proyectos a los pies de Cristo y su Madre para que ellos  los administren como mejor dispongan. Es abandono confiado en sus manos,  sin dejarse llevar por el desánimo cuando los hijos se tuercen,  ni por la vanidad cuando triunfan. Su único interés es la felicidad de los  hijos, en este caso de  los hermanos.

La tarea del padre no se basa exclusivamente en actividades finalistas, necesarias pero no suficientes, ni en la activación del sentimiento,  que  ha de ser sustentado en una formación en valores. También supone horas de oración, de  conversación con la Madre y su Hijo. Es preciso simultanear la responsabilidad de padre con el abandono de hijo que se agarra fuerte a las manos del Padre. Sentir el “dulce peso” de la hermandad en el alma.

¿Qué padre no ha sufrido  la rebeldía de sus hijos anclados en el corto plazo, sus  pulsiones freudianas?  Su respuesta  siempre es la misma: callar, rezar y querer más a ese hijo. No perder la fe, ni la esperanza, mucho menos la caridad, el amor. Cualquier hermano mayor puede contar  anécdotas de algún hijo pródigo que «se levanta y vuelve a la Casa de su  Padre» que compensan ampliamente otras experiencias menos agradables.  

Eso exige serenidad, para no funcionar por reacciones, sino por decisiones;  firmeza, ya que sólo desde la firmeza en las convicciones se puede ser tolerante; humildad, para reconocer las cualidades y limitaciones propias y poder servir mejor a los demás. 

Sin optimismo, pero con esperanza. El optimismo es la creencia de que las cosas irán mejor espontáneamente. Esperanza es creer que si trabajamos con empeño, todos unidos,  podemos hacer que las cosas sean mejores. El optimismo es pasivo, la esperanza es activa. No hace falta valor para ser optimista, sólo cierta ingenuidad; pero hace falta mucha fortaleza para ser un agente de esperanza. La serena fortaleza del hermano mayor.

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