Esto se complica. A la pandemia global y recurrente que no cesa se suma la epidemia populista que asola el paisaje nacional. La trazabilidad de esta epidemia es muy reconocible: después del derrumbe de la gran utopía socialista, y tras un periodo de desconcierto – en el que “La respuesta está en el viento” de Bob Dylan se confrontaba con el rotundo “No hay alternativa” de Margaret Tatcher-, la utopía fracasada de la economía centralizada y la sociedad sin clases es sustituida por microutopías articuladas en torno a colectivos identitarios, supuestamente agraviados, que se convierten en los protagonistas de la nueva revolución.
Todas esas minorías tienen algo en común: la necesidad de transformar la realidad; para ello han de crear un relato que explique esa realidad inventada, construyendo una ideología totalitaria, que resuelva todo de una vez y para siempre y que les dota de una pretendida superioridad moral, características de los populismos de cualquier signo. También necesitan crear un contrario, supuesto atacante, contra el que dirigirse para afianzarse, como adolescentes que buscan en la confrontación con los padres su autoafirmación.
Las hermandades forman parte de la sociedad y están expuestas a los virus que circulan en el ambiente que pueden infectarlas en mayor o menor medida, dependiendo de los anticuerpos con que se hayan dotado previamente. También ellas corren el peligro de conformar en su seno colectivos identitarios, burbujas ideológicas que se retroalimentan continuamente.
Hay uno, recurrente, que es el de los “cofrades auténticos”, subdividido en muchas categorías identificadas en su día por Paco Robles y sus “Tontos de Capirote”. Estos grupos refrendan su pretendida identidad cofrade con soluciones globales y simples (“¡el problema de esta hermandad lo arreglo yo en diez minutos!”), viven del conflicto, sueñan con la uniformidad, buscan construir identidades colectivas con su esquema de valores (o contravalores) y personalidades que las encarnen.
Poco abiertos al diálogo. Han perdido, o nunca han ejercitado, la costumbre de enfrentarse a una argumentación estructurada. Para reforzar su identidad necesitan identificar un contrario al que se anatematiza colgándole una etiqueta (advenedizo, ambicioso, no cofrade, intruso, pedante, élites extractivas, etc.) que a fuerza de repetirla pretenden fijar como verdad. Sustituyen el slogan por el argumento. La incapacidad para convivir con ideas e individuos que no viven en la misma burbuja agudiza la polarización de la hermandad percibida de manera binaria: o conmigo o contra mí. No hay razones, hay emociones, y el intento de transformar a los hermanos en militantes radicales; pero la vida de la hermandad no es conflicto, es búsqueda de la verdad. La Iglesia – la hermandad- no es una fortaleza, sino una ciudad abierta, explicaba San Agustín.
Importa, y mucho, no aceptar sus marcos mentales de interpretación de la realidad, sus reglas de juego, sino crear marcos conceptuales propios que guíen y ordenen la realidad cofrade. Es prudente desconfiar de las propuestas populistas: soluciones globales y simples a problemas complejos y un afán de ocupación de puestos en juntas de gobierno más o menos sublimado en el famoso “empoderamiento de la gente”, en nuestro caso de los hermanos, que nunca toman el poder, es una élite quien lo toma en su nombre.
Es importante la creación de un cuerpo doctrinal multidisciplinar que sustente a las hermandades. No hace falta montar estructuras complejas para crear conocimientos y excelencia. Los rutilantes think tank o los servicios de estudio de las grandes corporaciones aquí hace tiempo que los inventamos: se llaman tertulias cofrades, en ellas no sólo se habla de cotilleos, también las hay rigurosas.
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