Usted perdone

P. Vengo siguiendo sus artículos con bastante interés. Ilustran bastante; pero siempre me queda una intranquilidad: nos preocupamos mucho de las cuentas, los impuestos y todos los demás temas burocráticos; también nos preocupamos de los altares de culto, de la Carrera Oficial o de los estrenos; pero a veces detrás de todo eso quien está  es un grupo de personas –desde luego no se les puede llamar hermanos- que no se hablan, se ponen zancadillas y en alguna ocasión ¡hasta han llegado a las manos!, se lo digo yo que lo he presenciado. Por eso creo que todos los temas administrativos que comenta están bien, pero lo que hay que arreglar es el fondo, no las formas externas.

R. No le voy a negar que esas situaciones a las que usted hace referencia existen. No me atrevería a decir si son muy frecuentes o no; pero lo que sí resultan son muy llamativas y, en ocasiones, escandalosas. Como siempre ocurre, una hermandad con problemas llama mucho más la atención que diez en las que todo transcurre con normalidad.

Hablar de cuentas, impuestos y otras cuestiones formales es fácil. Se trata de adquirir unos conocimientos y ponerlos en práctica. Lo que usted comenta se refiere al terreno de  las actitudes y eso es más complicado.

Como en el matrimonio, no se trata sólo de decir “¡vamos a llevarnos bien!”, hay que fundamentar y trabajar esos buenos propósitos y convertirlos en actitudes. Teniendo en cuenta que en las hermandades hay dos planos distintos: por una parte son instituciones con unos fines espirituales muy claros y  definidos; por otra, las hermandades las integran  personas, con sus carencias y limitaciones, es natural que surjan problemas y diferencias, con buena o mala intención.

No vamos a caer en el idealismo de  confundir lo que se dice ser,  con lo que en realidad se está siendo.  Fallos hay  y los habrá siempre, el problema es cómo se abordan.

Vaya por delante que las personas son sociables  por naturaleza, esto quiere decir que necesitan de los demás para desarrollarse como personas y las hermandades son, desde luego, organizaciones idóneas para ese desarrollo; pero las hermandades no son entes abstractos,  serán lo que sean las personas que la integran, los hermanos y las hermanas, sus actitudes.

¿Y qué  actitudes deben desplegar los hermanos para que la hermandad funcione? Muchas, pero me fijo solo en dos.

La primera es la lealtad, el respeto y fidelidad a los compromisos libremente adquiridos con la Hermandad al jurar las Reglas. Uno de esos compromisos es vivir la caridad, que no es sólo colaborar con la acción social de la hermandad sino también, y sobre todo,  el apoyo al Hermano Mayor y su Junta de Gobierno. No trasladar a las hermandades la dinámica de los partidos políticos, con sus pactos instrumentales, sus movimientos tácticos y sus campañas de desgaste. Lealtad que también pasa por exponer con sinceridad a la persona adecuada aquello que no nos gusta o que creemos se podría mejorar.

Y saber pedir perdón. Integrar en nuestra vida, como algo habitual, el pedir perdón y perdonar, otorgarlo y recibirlo. Ambas son actitudes cristianas que no humillan sino que engrandecen. Una de las bendiciones de la fe católica es que sabemos que  Dios nos acoge a pesar de nuestros fallos. Explica el papa Francisco, que Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Si el Señor no perdonase el mundo no existiría, ni tampoco las hermandades. Por eso algunas no lo parecen.

Una hermandad en la que sus hermanos no viven la lealtad y el perdón no es una hermandad, es un mal instrumento para satisfacer vanidades o compensar frustraciones  personales.

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