LA NUEVA NORMALIDAD

Hace unos años me comentaba Joaquín Navarro-Valls, en una charla en Roma, que una de las maneras más ladinas de incidir en la sociedad es creando una nueva realidad a partir del lenguaje. Cuando las palabras no tienen un contenido real, unívoco,  o cuando tal contenido se desconoce, los conceptos no llegan a significar nada; pero como al  hombre le resulta imposible pensar fuera del lenguaje, en  ausencia de un lenguaje de valores se elabora otro lenguaje alternativo que reduce la persona a pura construcción social.


Como consecuencia de esta manipulación del lenguaje  el  amor a la Verdad se sustituye por la  “posverdad”,   la distorsión deliberada de una realidad, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales, apelando a las emociones y no a la inteligencia,  desembocando así en el populismo

He recordado esta conversación con quien fue portavoz de la Santa Sede durante tantos años al comprobar cómo en estas semanas de estado de alarma, con comparecencias informativas continuas e interminables,  se están introduciendo neologismos nada inocentes. Una de los más repetidos es afirmar que vamos hacia una “nueva normalidad”. Una expresión absolutamente desafortunada, más allá del tufo orwelliano que desprende, porque la normalidad no es nueva ni vieja. Se vive en normalidad cuando nuestros comportamientos y valores se ajustan a unas normas comúnmente admitidas. Imponer una nueva normalidad supone que se están modificando esas normas de convivencia. Algún político ha ido un poco más allá y ha explicado que las situaciones de crisis son momentos para “reordenar la prioridades”, un eufemismo para decir que hay que dinamitar nuestro modelo cultural para sustituirlo por un nuevo orden social. Leninismo puro. Algunos de esos cambios de prioridades ya son perceptibles. 

Sutilmente se trata de imponer un modelo de “estado laicista”, relegando la religión al ámbito  privado  y sustituyéndola por  una nueva moral social elaborada por el Estado,  que trata de imponer por la propaganda o la coacción. Una visión opuesta a la de un  “estado laico” que, velando por la libertad de pensamiento, de creer o no creer, no considera las religiones como un peligro, sino como una ventaja.

¿Las hermandades tienen algo que decir sobre esto? Bastante. Una de sus misiones es la mejora de la sociedad, una sociedad en la que los derechos inherentes a la dignidad de la persona, creada y redimida por Dios, se respeten.  No pueden estar encerradas en su corralito, cuidando de sus cultos, patrimonio, subvenciones y su acción social,  eso es importante, claro que sí; pero hay que abrir el horizonte y ser conscientes de que tienen además la obligación de mejorar e incidir en su entorno social. Esa es su misión y cuando una organización da la espalda a su misión tiende primero a la marginación y luego a la desaparición. Dramático pero cierto.

Es primordial que las hermandades elaboren o refuercen un discurso propio que impregne todo lo que hace.  Una manera de ver, de interpretar, de proyectar el mundo. Un modelo conceptual riguroso y bien elaborado. En muchos casos esto supone una auténtica “refundación” de la hermandad.

Para esta tarea es necesaria  la creación o desarrollo  de “think tank”, laboratorios de ideas, centros  de investigación o como se les quiera llamar. Un  grupo  más o menos informal, para la reflexión intelectual sobre un tema considerado en todas sus dimensiones, que genere y traslade propuestas  o directrices a las hermandades, para ayudarles, si lo desean, a conformar su cosmovisión. No estoy hablando de la creación de organismos formales. Me refiero a algo mucho más informal pero riguroso.

Esto no es activismo político, es responsabilidad social inherente a la misión de las hermandades, ejercicio del derecho a opinar. Las hermandades no pueden ser  charcos aislados en  peligro de desecación en un erial, sino fuentes de agua viva que devuelvan la vida a su entorno, creando núcleos de excelencia. De lo contrario el único derecho que les quedaría es el de “defender su derecho a no estar de acuerdo con la realidad”, como proponían los Monthy Python en  “La Vida de Brian”.

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