COFRADEMENTE CORRECTO

Hasta ahora las personas bien fundamentadas, con independencia de criterio, eran  consideradas fuente de  autoridad; pero los tiempos cambian, ahora ya no se trata de que cada uno aprenda a pensar por sí mismo, sino de adscribirse a un grupo, un colectivo, que es el que determina las opiniones de las personas de ese grupo.


Cada vez es más frecuente presentar la propia identidad como aval: yo soy de izquierdas, o feminista, o LGTB, o lo que sea; con eso parece que   ya es suficiente para acreditarse o  legitimarse, no se necesita más argumentación.

A cambio de esa falsa seguridad uno renuncia a pensar por sí mismo y asume sin rechistar las opiniones del colectivo,  autocensurándose si  es necesario para ser “políticamente correcto”.

Ese pensamiento colectivo va invadiendo territorios, creando nuevos valores (o contravalores) y generando una nueva cultura (o contracultura). Así, desde la  arrogancia de la ideología “políticamente correcta” se censura, corrige y persigue a quien disienta, sin admitir el contraste de ideas, lo que lleva a comportamientos deplorables.

De la misma manera que hay quien cree que la simple militancia en un partido o una ideología le otorga de forma automática ciertas supremacía, también hay  quienes  se sienten superiores porque hablan desde una identidad cofrade concreta, normalmente la de quienes reducen la cultura cofrade a una recopilación de datos, informaciones, supuestas tradiciones y saberes instrumentales en los que no hay lugar para la  primacía del espíritu, la libertad de los hijos de Dios.

Cuando la  corrección política  se traslada al mundo cofrade resulta difícil librarse de las  opiniones dominantes y marcar tu propio territorio, hay que asumir cierta  épica para opinar libremente  y  mantener criterios coherentes y fundamentados entre tanto  colectivo cofrademente correcto.

A las hermandades se viene con las aspiraciones personales ya  cumplidas y los problemas de autoafirmación resueltos, no a integrarse en un colectivo más o menos amplio que supla carencias.  Los cenáculos cofrades, incluso las juntas de gobierno, no son grupos de autoayuda que dan seguridad colectiva a cambio de asumir  un modelo de pensamiento cofrade pretendidamente correcto, son ámbitos de libertad, con un enorme potencial de desarrollo evangélico y social.

Las hermandades no son colectivos comunitarios que se nutren de la mediocridad, sino  las personas que están en el origen de esa comunidad. Es la persona la que marca al colectivo, no al revés. Dentro de la comunidad, de la hermandad,  las personas participan sin dejar de ser ellas mismas al actuar o trabajar con otros, sin diluirse entre ellos.   Es una barbaridad encerrar toda la complejidad de una persona en una etiqueta, diluir toda la riqueza  de un individuo en la colectividad, viendo siempre a los demás como distintos y, por tanto, sospechosos.

Ocurre como en la política: la base de poder no está en la ocupación de las estructuras e instituciones del estado, en nuestro caso de las hermandades, está en las ideas, fundamentadas en la doctrina de la Iglesia. Es necesario atreverse a ser heterodoxo o  cofrademente incorrecto, a vivir en la libertad que Cristo nos ganó. Ya en el siglo XVI un pensador francés (Boètie) explicaba que “Es el pueblo quien se esclaviza y suicida cuando pudiendo escoger entre servidumbre y libertad elije aquella”.

Es momento de elegir, conscientes de que el liderazgo al que han de aspirar las hermandades no consiste en acomodarse y repetir las preferencias que se suponen a la opinión pública, sino en tratar de orientar esa opinión pública, de santificar la sociedad desde dentro.

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