¡GRACIAS!

Una de las notas distintivas de esta ciudad es la cordialidad con que se acoge al forastero, ahí está el ejemplo de la caseta de feria,   pero si animado por la  amabilidad inicial del anfitrión el forastero pretende introducirse en ese círculo social, rápidamente se levantan barreras preventivas.


El problema se presenta cuando el que viene de fuera llega ya con unas prerrogativas para las que no necesita la aprobación o aceptación local. El caso más paradigmático es el de los arzobispos,  que vienen nombrados por el Vaticano, con plena autoridad sobre la Iglesia Diocesana y, lo que es más importante,  sobre las hermandades. Aquí se pasa directamente a la actitud defensiva. Si además el nuevo inquilino del Palacio Arzobispal es un castellano viejo  de  carácter serio, sobrio, rotundo, laborioso y recio, extraño  a  la “ojana sevillana”, de convicciones firmes e  irrenunciables, la prevención se acentúa.

Nuestro Arzobispo se ajusta perfectamente a este retrato. Sus comienzos no fueron fáciles. La  prevención inicial del mundo cofrade ante cualquier nuevo inquilino de la Plaza de la Virgen de los Reyes, chocó con  esa personalidad cincelada en piedra berroqueña, tan propia de la Meseta;  también hubo actuaciones de terceros poco acertadas que le hicieron sufrir bastante, pero que no modificaron ni un milímetro sus convicciones y objetivos, en su triple tarea episcopal de enseñar, gobernar y santificar una Iglesia jerárquica, instituida así por Cristo,  no  democrática ni asamblearia.

Soy  hijo de uno de esos castellanos viejos y sé que esa sólida armadura, aparentemente impenetrable,  protege y alberga corazones nobles, generosos, llenos de afectos,  no por reservados  menos intensos.

Al cabo de los años ya hay perspectiva suficiente para valorar su aportación a la Archidiócesis: la reorganización del Seminario Metropolitano es una apuesta a medio plazo que ya está dando frutos, así como el Seminario Menor; la  Facultad de Teología recupera para la Iglesia de Sevilla un foco decisivo de investigación y enseñanza;  también la inmensa tarea de restauración del patrimonio artístico de la Iglesia; reorganización de la Curia Diocesana y del Cabildo Catedralicio; las nuevas Normas Diocesanas para las Hermandades; la visita pastoral a las parroquias,  una especie de auditoría, eficazmente ayudado aquí por su Obispo Auxiliar.  Se podrían añadir muchas más realizaciones, quizá poco vistosas, pero decisivas.

También en las  hermandades su intervención ha sido firme y continua. A la expectación inicial ha seguido  la comprensión y, en ocasiones, el agradecimiento por detalles de cariño hondo que han ido desmontando barreras.

Pero la parte más importante de su labor queda fuera del foco: mucho trato personal, mucho abrir puertas y cerrar heridas, mucho escuchar y mucha oración, para la lidia diaria de problemas grandes y pequeños. Y mucho sufrir con ellos.

En esta trayectoria impecable faltaba sin embargo el broche de oro: el del sufrimiento físico que añadir a los interiores ampliamente probados.

Explicaba San Juan Pablo II que “el Señor purifica y modela con la fuerza misteriosa de la Cruz a cuantos  llama a seguirlo, ya que en la Cruz se encuentra luz, paz y gozo.” Uno se puede enfrentar al dolor rebelándose, resignándose a él o  aceptándolo y asociándolo libremente a la Redención. Esta última actitud es la que dota  de sentido al dolor   y hace más libre a la persona que la asume,  en la seguridad vivida de que precisamente la Cruz es el camino a recorrer por quien quiere seguir a Cristo en todas las circunstancias. Esta ha sido la última  catequesis de D. Juan José, explicar con hechos que también el dolor puede ser sinónimo de libertad interior.

Esta no es una despedida, dentro de algún tiempo comenzará  una nueva etapa como Arzobispo Emérito de Sevilla en la que seguirá  ligado con vínculos espirituales a su Archidiócesis, ya que el obispo es padre y la paternidad no es reversible.  No será, por tanto, un punto final, sino un punto seguido y una oportunidad para decir: ¡gracias!

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