PEQUEÑAS HISTORIAS

Los archivos de las hermandades sevillanas recogen la historia de cada hermandad y con ella la de la ciudad. Estos archivos, especialmente los de las hermandades centenarias, son una importante fuente de información para los investigadores que estudian la sociedad sevillana de los últimos siglos. Nos dan información sobre la vida y costumbres de la ciudad y, combinados con otras fuentes, permiten la reconstrucción de nuestra historia.


En esos archivos  está la historia de Sevilla; pero en ellos se recogen sólo los hechos más relevantes. Hay muchos más sucesos que no aparecen en los legajos de las hermandades pero que han ido tejiendo la memoria sentimental de la ciudad, esas pequeñas historias o tradiciones que se conservan en muchas familias y las va convirtiendo en la argamasa invisible que sostiene el edificio de la sociedad civil.

El otro día conocí, por casualidad, una de esas pequeñas historias: había jura de nuevos hermanos; era la última que presidía el hermano mayor, que en unos días dejaba de serlo; entre los nuevos hermanos se encontraba su nieto, que llevaba su mismo nombre y apellido. Según los iba nombrando el secretario, los nuevos hermanos se acercaban, juraban las Reglas y  el hermano mayor les imponía la medalla de la hermandad.  No lo tenía pensado,  pero cuando llegó su nieto de pocos meses en brazos del padre, en un gesto impulsivo, el hermano mayor  guardó la medalla que tenía en la mano, se quitó la suya, una vieja medalla de plata con su nombre grabado,  y se la impuso al nuevo hermano.

Casi nadie se fijó en el detalle, menos aún el nuevo hermano; pero en ese gesto espontáneo, no premeditado,  se condensaba en buena medida el alma de Sevilla. Esa vieja medalla de plata, con el nombre de su propietario grabado por detrás, que la Hermandad le había entregado cuando cumplió los cincuenta años de hermano era mucho más que un recuerdo más o menos entrañable. Estaba fundida en una plata  que se había ido acrisolando en años de fidelidad llenos de vida, con sus luces y sus sombras. El nombre se había ido grabando, letra a letra; cada trazo era un arañazo  que, al final,  conformaban el nombre del hijo que se ofrece a su Madre. Bruñida con el roce del corazón.  En el relieve de la Virgen se condensaba la propuesta de una vida  de santificación personal y de la sociedad. Todo eso era lo que se le imponía al nuevo hermano, depositario inconsciente de años de fidelidad.

A lo mejor dentro de unos  años esa misma medalla pasa al pecho del hijo del ese nuevo  hermano,  o de su nieto. Una medalla ya para entonces centenaria, quizás,  pero que seguirá  acumulando años de fe y devoción y sirviendo de enlace entre generaciones, sostenida por  los hilos de seda que se van trenzando con la fe, los sinsabores y las alegrías de quienes la fueron llevando y que son el cordón por el que trepar a la presencia de Dios.

Ojalá que ese chavalín pueda leer esto algún día y sea consciente del papel que le corresponde jugar en la historia sin fin de esta Noble y Mariana ciudad de Sevilla, tejida de pequeñas anécdotas como ésta. Esa medalla nunca será suya, suyo será el deber de custodiarla hasta la siguiente generación.

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