Imaginemos una casa que sus propietarios mantienen con esmero. La pintan con regularidad, han cambiado ya las cortinas y las tapicerías varias veces y los muebles se barnizan con regularidad. Cada año, en el aniversario del titular de la casa, se invita a los amigos a una reunión que ya es tradicional, “desde siempre”; pero un día un cortocircuito lo cambia todo.
Aunque la casa parecía perfecta la instalación eléctrica no se había tocado desde hacía más de cuarenta años y no estaba en condiciones de soportar las exigencias de los nuevos aparatos.
¿Y ahora qué? Los propietarios de la casa tratan de recuperar su ritmo habitual de actividades en las nuevas circunstancias, tratando de aprovechar la instalación antigua con algún pequeño arreglo, pero no es posible. Su desconcierto durará hasta que se convenzan de que tienen que renovar toda la instalación eléctrica (y de paso las cañerías y las ventanas) y asumir que el modelo de relaciones sociales que tenían también han de ajustarlo.
Pasamos a la realidad. En los últimos cuarenta o cincuenta años algunas hermandades han asumido modelos de gestión en los que han primado los aspectos externos de la religiosidad popular, también el cuidado de las formas litúrgicas ha sido ejemplar y ha mantenido la Iglesia a salvo de excesos postconciliares. Es proverbial la sorpresa de algunos predicadores venidos de fuera al ver la solemnidad litúrgica y el templo abarrotado de familias y jóvenes. Además se ha conservado y desarrollado una artesanía singular de gran riqueza artística: bordadores, orfebres, tallistas, imagineros, doradores, restauradores, etc., sin hablar del impacto económico.
Además la acción social de las hermandades, que remedia tantas necesidades, dota a las hermandades, y por extensión a la Iglesia, de una buena reputación en todos los ámbitos. Todo esto ha generado una cierta cohesión social en torno a unos valores y una cultura con base religiosa, quizá no muy sólida, aunque suficiente.
Pero el cortocicuito del virus lo ha trastocado todo. Con la asistencia a los cultos tasada, las estaciones de penitencia suspendidas por segundo año, la economía bajo mínimos, la acción social sin presupuesto y la casa hermandad cerrada, el escenario ha cambiado por completo.
Sin embargo, aunque algún pesimista piense lo contrario, es tiempo de esperanza, porque los tiempos no son de los hombres, son de Dios, que es el Señor de la historia.
Precisamente ahora es el momento de salir de la rutina complaciente de los últimos años, de renovar las instalaciones. No podemos dejar la construcción de la sociedad a cargo de supuestos ideólogos empeñados en “politizar el dolor” (sic) para avanzar en la implantación de modelos sociales distópicos propuestos en foros internacionales disfrazados de prospectiva económica.
Las hermandades cumplirán su misión, la mejora de los hermanos y la recristianización de la sociedad, sólo si son excelentes; pero para ser excelentes hay que crear conocimientos, eso supone reforzar sus bases doctrinales –Catecismo y Doctrina Social de la Iglesia- y construir una cosmovisión acorde con la dignidad de la persona. También por implementar modelos de gestión efectivos y eficaces.
Vivimos tiempos complicados y dolorosos, sí, pero de una gran oportunidad, porque la fe cambia de sentido al dolor, que, junto a Cristo, se convierte en una caricia, en algo de gran valor y fecundidad. No se trata de esperar que pase la tormenta, sino de aprovecharla para crecer. Eso requiere esfuerzo, estudio, ilusión y trabajo. Nada de eso ha de faltar a los cofrades.
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