Como cada noche el último pensamiento del día fue para su Virgen y su Cristo. Había sido una jornada especialmente emotiva, su primer hijo, la quinta generación, había sido recibido como hermano. Soñando el futuro de su hijo se durmió. El primer contratiempo en su sueño lo tuvo al elegir el colegio. Como, según la doctrina imperante, «no podemos pensar de ninguna manera que los hijos pertenecen a los padres», hubo de conformarse con el que le asignaron.
A partir de los seis años el niño fue recibiendo una minuciosa educación afectivo-sexual y familiar en la que se le explicó la diferencia entre sexo y género y las distintas alternativas a la “familia tradicional”, ya superada. A los catorce años, con permiso de sus progenitores, a partir de los dieciséis sin él, le dieron la oportunidad de elegir si quería ser hombre o mujer. La madre trató de llevar a su hijo a algún especialista que lo orientara a tomar esa decisión, pero se exponía a una sanción por el “sufrimiento psicológico” que podía causarle a su hijo.
Claro que, gracias a la exhaustiva información recibida desde pequeño, podría “disfrutar de su sexualidad” desde muy pronto sin tener que asumir responsabilidades, ya que el aborto gratuito era un derecho al que tenían acceso las niñas desde los dieciséis años sin conocimiento paterno
Un matiz interesante: no tendría que preocuparse demasiado por los estudios de su hijo, porque pasaría de curso aunque no aprobara, al fin y al cabo «condenar a los alumnos por un suspenso es elitista, machaca a los de bajo y favorece a los de arriba». El mérito y el esfuerzo son propuestas de «la clase dominante, que quiere hacer creer que el éxito depende del esfuerzo personal, y eso es falso». Si lo decían los ministros debía ser cierta la bondad de esa meritocracia inversa.
Cuando acabara los estudios su hijo tendría una renta de emancipación, a cargo de los presupuestos, y acceso previsible a una solución habitacional. Si la situación se prolongara siempre podría contar con un salario mínimo vital.
No tendría que analizar nada, para eso habría un comité de expertos encargados de que las informaciones se ajustasen a la verdad oficial.
Esta vida tan placentera no se vería interrumpida de modo indeseado gracias a la creación del derecho fundamental a una muerte digna, también conocido como eutanasia, garantizada por ley. Desde la cuna a la tumba, todo garantizado por el Estado a cambio de su libertad personal.
Como el sueño ya era pesadilla intentó opinar pero no pudo porque, según le argumentaron, hablaba desde presupuestos religiosos y por tanto dogmáticos, opuestos al relativismo, único dogma admisible.
Ya despierto se acercó a la cuna de su hijo que estaba dormido con su medalla de la hermandad colgada en la cuna. Pero el suyo no había sido el sueño de una noche de verano, tan truculento como el drama de Shakespeare. Consultó hemeroteca y era verdad: se está modificando nuestra cultura y los valores que la sustentan e imponiendo un nuevo modelo de sociedad. Ahora más que nunca las hermandades han de ser capaces de creer en sí mismas. No es suficiente ser diques de contención, han de ser también turbinas capaces de generar energía cultural, de recristianizar la sociedad, aprovechando la riqueza doctrinal embalsada.
Ya son varias las hermandades embarcadas en recrear y fortalecer una cosmovisión cristiana que permita fundamentar la personalidad humana y las realidades personales. Si las hermandades, quienes las dirigen, no participan en esta tarea común difícilmente podrán llevar a cabo su tarea. Serán, a los sumo, buenos gestores, intérpretes aventajados de melodías sin “alma”, hermandades sin raíces y, por tanto, sin futuro.
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